lunes, 18 de enero de 2010

Falacias científicas


Me gusta nadar, autolesionarme, el ninjutsu y aplastar cucarachas con mis patas delanteras.Soy una rata de alcantarilla y acostumbro a pescar lo que puedo. Al fin y al cabo, una rata que pesca sigue siendo una rata.

Una vez intentaron hacer de mí una mascota. Fue imposible. Me aburro de dar vueltas sobre la misma rueda. Puedo ser un junco cuando la tormenta acecha y sobrevivir en la inactividad externa. Sin embargo, en el arte de la pelea me muevo con precisión y fuerza, astucia y rapidez. No nací para obedecer a nadie.

Camino por los suburbios de la ciudad intentando evitar el olor a podrido y las nauseabundas ganas de vomitar. Sí, las ratas también vomitamos de asco.

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Una mañana de primavera el sol se colaba por las rendijas de una cloaca cercana a la entrada principal de Central Park. Era sábado y los turistas chapoteaban en el charco de aceite que reflejaba un arcoiris junto al paso de cebra.










Me asomé lo justo para calcular el tráfico y la posible dirección de los desperdicios que serían mi manjar del fin de semana. Me roció una lluvia de ácido verdoso mientras el choque de metales y los gritos humanos retumbaban a mi alrededor, haciéndome partícipe y no sólo testigo del primer accidente de tráfico de mi vida.

Escupí ácido y miré a mi alrededor. Cuatro tortugas inconscientes yacían junto a mí y un rayo de sol entraba por la alcantarilla destapada. El ruido fuera era ensordecedor. Huimos de la realidad como pudimos y tras un primer momento de aturdimiento y desconfianza (ya se sabe, lo desconocido) empezamos a conocernos y nos gustamos. Elegimos vivir bajo tierra y recorrer juntas viajes interminables bajo las calles de Nueva York.


Funcionábamos como una criatura maravillosa, formada por miembros diferenciados que asumían el rol y objetivo de cada misión encomendada. Michelangello, Donatello, Leonardo, Raphael y yo. El equipo perfecto.

Nos aliamos para sobrevivir y al final aquellas cuatro tortugas se convirtieron en estudiantes de las estrategias suburbanas, aprendices de la eterna insatisfacción, discípulas de las falacias científicas. Nos entendíamos a la perfección pero algo me fallaba. Me aburrían, me desquiciaban, me contrariaban.

Un día me di cuenta de que teníamos un rollo sectario del que no se puede escapar. Una promesa incumplida, un camino de escaleras ascendentes sin azotea y el pecado de la curiosidad. Abandoné el equipo. Me escapé. Escalé.

Rompí una rendija con el hocico, ayudándome con las patas. El Mundo Exterior, La Nueva Vida.

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Una luz artificial me eclipsó. Un condón por mano me atrapó. Olía a desinfectante.

Ví un ojo detrás de una gafa a través de una lupa. ¿Crees que tu percepción de mí es real? Porque yo te veo como un jodido gigante con bata blanca y no eres más que una cagadita del espacio...homo sapiens, sapiens.

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Ahora vivo en una jaula con rueda para correr. No está mal, sobrevivo a los microscopios. Los hay peor. Tengo algunas compañeras ciegas, epilépticas. Esas son las que menos valen, unos 250 dólares. A otras les hacen sufrir el síndrome del estímulo intermitente, y se están volviendo locas. Las hay obesas, diabéticas, alcohólicas, con Alzheimer, epilépticas, con cáncer y con glaucoma. A mi me volvieron albina y luego empezaron a administrarme Viagra.











Eso es lo que ha quedado de mi, en la condena de una jaula del Jackson Laboratory , entre las colinas del Parque Nacional de Acadia, al norte de Maine (USA), en un estado de excitación y ganas de follar constantes, con la única misión de servir a estudios que permitan a los viejos verdes seguir follándose a putas del Lower East Side cuando cae la noche.









2 comentarios:

  1. te he dicho ya que escribiendo eres cojonda?


    ESo de las ganas de follar perpetuas no esta nada mal, siempre y cuando haya mas ratas en la jaula...

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